El método de Pilates Integral como concientización del cuerpo masculino
Mi primer acercamiento al método Pilates fue debido a que me ofrecí a acompañar a mi madre a estas clases en el polideportivo de mi comuna. Ella sufrió una aún incomprensible dolencia para los ojos médicos, llamada Síndrome de Guillain-Barré, una enfermedad autoinmune que destruye el sistema nervioso. Luego de unos meses de recuperación kinesiológica, el profesional a cargo le recomendó asistir a clases de Pilates para recuperar la masa muscular perdida por la enfermedad, reconociendo los beneficios que tenía para la terapia de kinesiología y lo amigable de ésta. Mi madre jamás la había practicado, en realidad, jamás había hecho deporte, al menos desde el colegio, lo cual fue razón suficiente para que me ofreciera a acompañarla y a entrar a clases con ella. Desde ese momento no he dejado de practicarla. Esto me lleva a plantear una premisa “El Pilates contribuye a un mejor estado de salud”, pues lo vi con mis ojos, lo he visto en ella, y a la larga lo he visto en mí.
Ya son más de dos años de practicarla, de difundirla tanto como alumno y recientemente como instructor. Como tal, me he dado cuenta, y puede parecer una obviedad, somos muy pocos los hombres quienes la practicamos.
Según lo anterior y considerando mi premisa “El Pilates contribuye a un mejor estado de salud”, una legítima interrogante sería ¿por qué son tan pocos los hombres que la practican? La respuesta a tal pregunta puede ser respondida desde diversos puntos de vista. Mi hipótesis acerca de este fenómeno la responderá de esta manera: Los hombres no estamos conectados con nuestro cuerpo. Existe una ideología de género que permea un “deber ser” la cual, dentro de otras cosas, excluye el conocimiento del propio cuerpo de manera integral”. Siendo este una afirmación la cual tratará de ser argumentada en el presente ensayo.
Breves nociones acerca de la teoría de género
En líneas generales, se define el género como una construcción social de la diferencia sexual. De este modo, cabe considerarlo como un producto social y no de la naturaleza, el cual se define tanto en función de las concepciones normativas que las categorías de lo femenino y lo masculino tienen en cada sociedad, como a través de la creación de una identidad subjetiva y de las relaciones de poder que existen entre hombres y mujeres (Nash, 1995).
En antropología, Gayle Rubin (1985) acuña el concepto de “sistema/género” para referirse “al conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas” (Rubin 1985:37). Así, cada grupo humano tiene un conjunto de normas que moldean la materia cruda del sexo y de la procreación.
Una manera de abordar las temáticas de género es a través de la construcción simbólica que se hace de éste. Bajo esta perspectiva, se analiza a hombres y mujeres como categorías simbólicas, y con ello se identifican los valores que cada cultura particular otorga a lo femenino y a lo masculino. Aquellos valores permiten conocer las ideologías de género que operan en cada sociedad y la forma en que se ordenan las estructuras de prestigio y poder (Ortner, 1979).
Con respecto a la masculinidad, esta es definida como el “Conjunto de representaciones cuya elaboración está llena de valoraciones y mitos propios de la cultura, que son transmitidos a través de los procesos de socialización entre y con los hombres. Se constituye en un medio de identificación cuando permite a hombres reconocerse y ser reconocidos como pertenecientes al género masculino y asumirse como parte de éste”. (Quintero 2007:87)
Raewyn Connell (1995) propone el concepto de masculinidad hegemónica para entender el modelo ideal de la masculinidad. Nos dice que el modelo de masculinidad representada por el hombre blanco, heterosexual, de clase media, con un buen trabajo y éxito – aunque muy lejos de la realidad de la inmensa mayoría – es un ideal perseguido por los hombres. Este ideal es en última instancia el lugar de distinción que la masculinidad como proyecto social quiere tener.
Este modelo impone mandatos que señalan – a varones y mujeres- lo que se espera de ellos y ellas, siendo el patrón con el que se comparan y son comparados los hombres. Se trata de un modelo que provoca incomodidad y molestia a algunos varones y fuertes tensiones y conflictos a otros, por las exigencias que impone, como por ejemplo, un problema con la concientización del propio cuerpo.
La masculinidad y la corporalidad
La existencia es en primer término corporal. Pero el cuerpo no es exclusivo del individuo sino que ha sido modelado por el contexto social y cultural, es material de procesos simbólicos, objeto de representación e imaginarios. Es el instrumento a través del cual el sujeto experimenta singularmente el lugar y tiempo de su existencia, las pautas sociales, culturales y simbólicas que comparte con los miembros de su comunidad. A través del cuerpo, el sujeto experimenta el mundo. Todas las acciones de la vida cotidiana implican la intervención de su corporeidad.
Dado el carácter eminentemente social del cuerpo, sabemos que la forma en que se vivencia la corporalidad variará si lo observamos desde una perspectiva de género. En este sentido, los cuerpos de los hombres se caracterizan por ser fuertes, duros, aptos para el trabajo y para trabajos pesados, para la guerra, para el mando, cuerpos que podrían ser constantemente sometidos a prueba, cuerpos de la calle, racionales, que controlarían sus emociones y sus actos.
El cuerpo de los hombres es considerado como máquina, desvinculado del cuerpo interior. Podemos verlo en la adicción al gimnasio y a los deportes que requieren grandes cantidades de esfuerzo, la facilitación hacia las los problemas musculares como los desgarros, la negación o subvaloración de las alarmas corporales con el riesgo consiguiente, y los déficits en el manejos de las enfermedades.
En general, el autocuidado, la valoración del cuerpo en el sentido de la salud es algo casi inexistente en la socialización de los hombres. Al contrario, el cuidarse o cuidar a otros aparece como un rol netamente femenino, salvo cuando se es médico y se decide sobre la salud ajena.
Sabemos que en relación a la disciplina Pilates, existen imaginarios que nos harían creer que como hombres no responderíamos a las expectativas sociales y a los estereotipos de género (ser varón potente, que practica disciplinas de alto rendimiento) entraña para el sujeto un impacto sobre su identidad y roles, acompañado de una punición social más o menos explícita.
Masculinidad y salud
Son evidentes las formas en que la masculinidad hegemónica influye en la salud/enfermedad. A pesar de que las estadísticas de las últimas décadas han presentado una sobremortalidad masculina alarmante y creciente, esto ha sido apenas problematizado por la epidemiología (Mathers et al, 1999). Es muy reciente el análisis de género acerca de la mayor mortalidad masculina, asociada a problemas de corazón, a ciertos tipos de cáncer (pulmón y próstata) y, sobre todo, la creciente proporción de muertes violentas: homicidios, accidentes y suicidios (De Keijzer & Carrasco, 2014a; De Keijzer & Rocha, 2015). Mención aparte merecen las adicciones, en especial, el alcoholismo (Menéndez, 1990) como una causa central (directa e indirecta) de muertes en edad productiva. Es cada vez más evidente que esta situación requiere de importantes cambios (Keijzer 2016).
Un hombre, al parecer, puede desentenderse de síntomas y alarmas siempre y cuando estos no interfieran en aquellas actividades que, socialmente, definen su masculinidad: trabajo, sexo y deportes. El cuerpo del varón, es una herramienta de producción en cualquiera de esos campos (lo que equivale a decir en su vida). Mientras la herramienta cumpla con su función, no hay por qué detenerla.
Como hombres, sufrimos una distanciación de la percepción de ciertos deseos y de la negación o supresión de algunos de los afectos difíciles como el miedo, la tristeza y el dolor. Al respecto, Goldberg (2005) advierte que continuamente los hombres se sitúan en posicionamientos defensivos y rígidos, que les conducen a comportamientos irracionales, autodestructivos, e incluso a la muerte prematura. Y sigue “son empujados por un apremio defensivo a negar su núcleo interior demostrando lo opuesto, disociándose, por tanto, de todo lo que signifique no ser hombre. Esto incluye la expresión de miedo, dependencia, necesidad, debilidad, fracaso e incluso cuidarse a sí mismo” (Goldberg 2005:14).
Recientes estudios muestran de modo consistente que las mujeres adoptan creencias y prácticas personales en salud más saludables que los hombres, lo que podría contribuir a la mayor longevidad de ellas con respecto a ellos (Courtenay, 2000). Muchas prácticas de autocuidado se consideran culturalmente femeninas, ya que son las mujeres quienes acuden más veces a las consultas médicas y están más informadas sobre sus enfermedades que los hombres. Por otro lado, suelen ser las mujeres quienes se encargan del cuidado de los niños y de los hombres cuando éstos se enferman; por lo tanto, el mantenimiento de la salud de los hombres, además de la propia, puede suponer una carga injusta para las madres, esposas y/o convivientes (OPS, 2000).
Según Bonino (2002) los varones están socializados para ser activos, tener el control, estar a la defensiva, ser fuertes, aguantar el dolor de la lucha por la vida, valerse por sí mismos, usar el cuerpo como herramienta, no pedir ayuda y salir adelante pese a todo, preocuparse por el hacer y no por el sentir, pensar a las mujeres como personas a disposición y pensar que tienen bajo control la enfermedad. Por lo tanto, se entiende que el devenir de una enfermedad en la vida de un hombre trastoca sistemáticamente las nociones que se tiene de sí mismo.
Lo anterior predispone al hombre y su masculinidad como un factor de riesgo al momento de enfrentar la enfermedad. Según Bobino (2002) las principales características de esta masculinidad que afectan la salud son:
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Tener dificultad para percibir signos de alarma corporal y, cuando lo hacen, minusvalorarlos y desjerarquizarlos.
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No admitir –ante sí mismo y ante los demás- que algo del orden del malestar lo aquejan.
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Postergar el afrontamiento del malestar, que cuando se percibe- especialmente a través del dolor- es vivido frecuentemente como amenaza incontrolable de su cuerpo y su vida.
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Gestionar el miedo y la ansiedad que genera lo incontrolable y que no debe expresar, por vías indirectas como el enojo, la culpabilización de otros o el ensimismamiento.
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No aceptar el rol de enfermo, que se asume como pasividad antimasculina/feminización y por tanto una amenaza a su identidad.-
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Ser reticente a las maniobras e indicaciones médicas, que son actividades que sienten los pasivizan.
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Abandonar precoz y frecuentemente los tratamientos, para recobrar cuanto antes el bastarse a sí mismo.
La socialización del hombre, como parte privilegiada del contrato social, como héroes que en ningún momento deben dar muestras de flaqueza, provoca además que tengan una relación conflictiva con sus cuerpos y con sus malestares. Tienen una resistencia a reconocer sus debilidades, a ser ayudados en lo físico y muy especialmente en lo emocional (Salazar, 2013:193). Eso ha llevado, entre otras cosas, a una relación poco cuidadosa con sus cuerpo, a no querer asumir en muchas ocasiones debilidades y a asumir el riesgo como uno de los mandatos que necesariamente han de cumplir si quieren ser hombres de verdad (Goldberg 2005:204), pues el cuerpo es una máquina para el trabajo o un instrumento privilegiado para demostrar lo poderosos que son. Como bien explica Gezabel Guzmán (2011) “el cuerpo masculino es vivido como una herramienta-escudo que no necesita de cuidado, como un artefacto para demostrar para demostrar osadía, valor, coraje, violencia, control y sobre todo para llevar a cabo prácticas de riesgo”. Y en esta sentido, subraya como “las cicatrices se tornan en pruebas fieles de su hombría ante los ojos de sus pares u hombres adultos, así dejan ver que son dignos aspirantes al mundo de los hombres” Unas cicatrices que normalmente son generadas en ámbitos masculinizados como el trabajo, las actividades de riesgo o las relaciones violentas con los pares. El sufrimiento forma parte del arquetipo viril. [1]
Las forma que tienen los hombres a relacionarse con su corporalidad responde a la lógica de ver el cuerpo como máquina, propia del siglo XVIII. Salazar añade “el cuidado de nosotros mismos y de los demás, no forma parte de nuestro rol y el hombre que se ocupa de él pone en duda su virilidad”. (Salazar 2013: 195). Y sigue:
“Todos podríamos poner ejemplos de cómo nuestros padres y abuelos, y en ocasiones hasta nosotros mismos, negamos la enfermedad en cuanto que puede suponer el incumplimiento de nuestras obligaciones laborales. En un mal entendido de la responsabilidad, muchos son los hombres que siguen manteniendo que no pueden ponerse enfermos porque sin ellos el negocio, la empresa o la oficina no puede funcionar correctamente. Hasta ese punto llega su autopercepción como seres imprescindibles en la maquinaria social y económica. O, lo que es lo mismo, hasta ese punto llega en muchos casos su necesidad de suplir con recursos externos –el trabajo, el poder, la vida pública en general- los vacíos que internamente no han podido o no se han atrevido a completar con elementos de la personalidad que en ellos suelen permanecer inéditos” (Salazar 2013:196)
Lo valores matrices de la masculinidad hegemónica –autosuficiencia, belicosidad heroica, autoridad sobre las mujeres, valoración de la jerarquía, a través de su socialización, interiorizan en forma de ideales y obligaciones, hacen que su vidas estén marcadas por el control de sí y de los demás, el riesgo, la competitividad, el déficit de comportamientos cuidadosos y de autocuidado, falta de afectos, y ansiedad persistente. Y esta marca favorece el desarrollo de hábitos de vida masculinos poco saludables, promueve algunos valores que contravienen otros esenciales para la convivencia, la salud y la vida, genera desigualdades con las mujeres y propicia la producción de importantes trastornos en la salud de los mismos varones, en la de otros varones y en la de las mujeres y niños que los rodean. (ibíd.)
Aunque no todos los varones siguen conscientemente esta masculinidad hegemónica, en nuestra cultura occidental éste impregnan todos los ámbitos de socialización en los que ellos construyen su corporalidad y subjetividad- la familia, la escuela, las instituciones de la cultura, los medios de comunicación-, por lo que es muy difícil sustraerse de sus efectos. Sin embargo, tales fronteras de género, que al igual que las de clase, se trazan para servir una gran variedad de funciones políticas, económicas y sociales, son a menudo movibles y negociables.
Propuestas desde Pilates Integral para los hombres.
La propuesta desde el Pilates Integral es entender al cuerpo desde su indivisibilidad con respecto a la emoción/espiritualidad/mente. Todos estos factores están integrados en un todo. Debido a que la problemática que identifiqué fue la falta de conexión del hombre consigo mismo debido a la ideología de género masculino, todos los ejercicios que ofrece Pilates Integral, en donde se trabaja conscientemente cada parte del cuerpo, puede servirnos para fomentar la autoconciencia:
En términos generales, y con motivo de contribuir a la concientización del cuerpo de los hombres, los siguientes contenidos puedes ayudarnos en tal empresa:
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Centramiento. Pues nos permite conectarnos con nosotros mismos a través de imaginerías. Y tomar conciencia de cada segmento del cuerpo.
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Ejercicios de Chi-kung para trabajar los órganos internos en coordinación con la respiración.
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Descompresión para permitir la movilidad y lubricación de las distintas partes del cuerpo.
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Los ejercicios del Tao permiten entender que cada órgano está asociado a una emoción, por lo que trabajarlo internamente, podría mejorar la salud de los hombres.
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Ejercicios de liberación del trauma.
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Trabajo con imaginarías.
Por otro lado, y en términos específicos, hay ciertas zonas del cuerpo que son aún más olvidadas que otras en el hombre, hecho que puedo decirlo desde mi experiencia personal, como también mediante la observación de otros hombres en clases. A continuación señalaré algunas zonas más olvidadas, y algunos ejercicios para activarlas.
Quisiera identificar algunas dificultades propias de los hombres:
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Falta de flexibilidad en general.
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Dolor lumbar: Producto de posturas poco ergonómicas y falta de conciencia de la musculatura profunda.
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Sobrepeso
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Diabetes
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Hipertensión arterial
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Hemorroides
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Infarto o problemas coronales
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Infertilidad y problemas sexuales como disfunción eréctil
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Cáncer a la próstata, testículo.
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Ejercicios por repetición e inconscientemente: Los hombres no somos conscientes de nuestro cuerpo
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Inconciencia al respirar.
Recomendaciones:
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Masajes Chua-ká para la liberación de temores: Sabemos que los hombres dentro de su deber ser, somos asiduos a guardar y esconder temores para mostrarnos como personas fuertes.
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Respiraciones Tao, con cerrojos, sobre todo anales. Para lograr estimular una respiración consciente, la musculatura interna y así contribuir a prevenir cáncer de próstata, hemorroides y estimular la actividad sexual.
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Ejercicios en donde se comprometa la articulación de la cadera, zona particularmente olvidada por los hombres. (Puente y sus modificaciones. Bicicletas, círculo con las piernas, etc.)
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Stretching: Para combatir la falta de elasticidad muy propia del género. Particularmente para la zona de isquiotibiales, y elongaciones que comprometan la cadera (abducción de pelvis)
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Trabajo en pareja: Masajes, elongaciones, para poder conectar con otro. Al ser varones, el tacto con un igual son evitados.
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Ejercicios de equilibrio. Para incrementar este punto algo débil en el género.
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Ejercicios con piernas mirando al cielo. Para estimular el gasto de azúcar innecesario del cuerpo.
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Trabajo con el power house activado conscientemente: Para prevenir dolores lumbares y fortalecer la musculatura profunda.
Hemos visto que la masculinidad puede ser considerada como un factor de riesgo. Por lo tanto, es perentorio en nuestro quehacer como instructores, considerar nuestra disciplina desde una perspectiva de género.
Como hombre, he percatado los cambios que ha producido en mí. Tanto en una mejoría considerable de mi salud, como también, la capacidad de identificar partes en mí que otrora desconocía.
La ventaja comparativa que tiene el método en relación a otras disciplinas, es que trabaja precisamente aquellas partes que como hombre se descuidan. El enfoque que se da desde el comienzo de la clase hasta al final, permite una reconfiguración de aquellos sentimientos que se esconden. La respiración permite liberar aquellos miedos que comúnmente decidimos deliberadamente no contar.
El método GIP ofrece una visión de mundo que permite entender el cuerpo ya no como materia, sino como representación, en donde se aúnan criterios tanto materiales, espirituales y psicológicos. La salud por tanto, comienza a ser vista como la buena integración de estos tres elementos.
[1] Aprender a ser hombre supone aprender una serie de códigos y de ritos, así como “integrar corporalmente lo no-dicho”. Uno de esos no dichos, es que el aprendizaje se hace sufriendo. Sufrimientos psíquicos, por temor a no conseguir jugar tan bien como los demás. Sufrimiento de los cuerpos que deben blindarse para poder jugar correctamente. El hombre debe aprender a aceptar el sufrimiento –sin decir ni una palabra y sin maldecir, para integrar el círculo restringido de los hombres (walzer-Lanz 2002:59)